26.5.14

28.

Todo es negro y siento como las cuatro paredes de este hoyo me aprisionan y casi me dejan sin respiración. Me falta el aire y las piernas me tiemblan, la luz allá arriba es cada vez más fuerte, aunque por más esfuerzos que hago, no soy capaz de alcanzar un pequeño rayo de Sol. Me ahogo, me ahogo entre lágrimas secas. Las rodillas y los tobillos me fallan, estoy a punto de derrumbarme. Sujeto con mis manos aquellas paredes intentando sin ningún resultado, escapar de aquella presión. El suelo está cada vez más cerca de mi rostro, el olor a tierra mojada comienza a invadirme. Un último vistazo al pequeño haz de luz, y le veo. Hay alguien ahí fuera, veo esa sonrisa. Intento gritar, pero es demasiado tarde. Ya solo hay oscuridad y olor a campo húmedo.

La adrenalina sube por mi estómago y llega hasta mi garganta, hasta que huye de mi con un grito mudo y un sudor frío cayendo por mi frente. La luz que entra por la cortina apenas opaca me deslumbra y me castigo por no haber bajado la persiana por la noche. Cuando ya no necesito entrecerrar los ojos y me acostumbro a la claridad, percibo que mi respiración es totalmente arritmica y acelerada, por lo que decido concentrarme en cada uno de mis músculos, intentado eliminar toda tensión que haya en ellos, relajando y controlando, o intentando controlar, mis inspiraciones. Pero cuando al fin consigo calmarme, a mi derecha un fuerte suspiro vuelve acelerarme el corazón. Acostumbrada a dormir sola, aquello era un factor sorpresa para mí. 

Me acerco al borde de mi cama que coincide con el perímetro de la suya, y suavemente, intentando no despertarle, le acaricio la cara. Tan suave e impoluta como siempre. Las sábanas le dejan al aire medio pecho desnudo, y sus clavículas se marcan con cada movimiento que el sueño que debe estar teniendo le provoca; ese mismo movimiento que le aleja del filo de la cama en el que yo me encuentro, dejando un hueco entre él y yo que delicadamente salvo escurriéndome a su lado entre las sábanas. A pesar de lo pequeñísima que soy, él es tan grande que ocupa casi todo el colchón, por lo que mido meticulosamente la distancia exacta para no despertarle pero sí para percibir su olor. El perfume entre los perfumes, ese que no se vende en ninguna tienda, el olor de su cuerpo que me quema la nariz provocando un placer enorme que desemboca en una sonrisa. Me apetece besarle, peros si lo hago se despertará. Me acerco un poco más, casi puedo sentir un leve roce de nuestras narices, y acaricio sus labios con los míos. Es tentador, pero me controlo, solo un rato más, hasta que le noto suspirar y me despego para ver sus ojos entreabrirse, intentando entender por qué no estoy en la cama de al lado, ya que en esa apenas cabemos los dos. 

Y de repente, clava sus pupilas en las mías, sonríe y descansa su cabeza sobre mi pecho. Y mientras hundo la nariz en su pelo, una sensación de felicidad máxima me invade. Es entonces cuando lo comprendo. Los pozos en mis sueños, las cuatro paredes presionándome, la oscuridad y el rayo de luz que nunca puedo alcanzar. Y la sonrisa. Esa misma sonrisa que sé que ahora mismo él tiene en su cara, mientras me rodea con sus brazos y respira al compás de mis latidos. Siempre fue él; él y su sonrisa. 

Quizás en sueños no pueda alcanzar tu sonrisa y gritar y decirte que me ayudes, pero en la realidad, ni palabras hicieron falta para que me abrazases, me sonrieses y me dijeses, que todo iba a salir bien.