Recuerdo ir caminando por aquellos pasillos. Recuerdo que a ratos el sol acariciaba las ventanas, a ratos las nubes enfriaban el suelo hasta hacerme temblar. Pasamos por una de las puertas más grandes de ese lugar, miré hacia donde una voz grave pero aterciopelada me llamaba la atención. Y me crucé con su mirada. Una mirada marrón, llena de cafés templados, una mirada que se te clava hasta donde dejes que que te clave. Que te ancle. Y él me toqueteó entera en las milésimas de segundo que nuestras pupilas pasearon cogidas de la mano.
Recuerdo haber pestañeado. Y sin quererlo saboreé la saliva de sus labios al morderme los míos. Los pulmones se llenaron del aroma que se esconde entre las grietas de sus labios. Moví los dedos delicadamente acariciando al aire, pero mis cinco sentidos le estaban acariciando el pelo mientras sus manos se escabullían entre mi blusa y mi piel. Y sin tentarlo ni provocarlo, cerré los ojos cuando el sol calentaba el cristal, pero a mi piel la calentaba el agua caliente de una ducha a la hora exacta en la que no hay ni un ruido en el edificio. Sentía como las gotas de agua resbalaban desde el nacimiento de mi pelo hasta mis pestañas y se precipitaban, algunas contra mis pechos, otras caían silenciosamente al suelo de la ducha. Y de repente, dos focos fríos se aferraban a mis caderas, eran sus dos manos llevándome hasta él, hasta su cuerpo desnudo, hasta donde no hubiera nada que nos separase.
Y el pecho se me llenó de emoción al verlo llegas con esa sonrisa de ganas, con esas sonrisa que sabe a sexo duro y amor del sucio si la beso. Y le besé cerrando los puños en medio de aquel pasillo. Y llené los pulmones de ese desodorante que se echaba después de ducharse a media tarde, y me mordí los labios a la par que mordía los suyos, y ese cosquilleo de cuando dos salivas bailan en una boca mientras dos cuerpos se bailan sin ropa.
Recuerdo haber pestañeado y mirar atrás, y allí estaba él, manteniendo la mirada sin saber que yo ya le había hecho llegar al orgasmo en los tres pestañeos que no dio.