Con tormenta en los ojos y arena en la boca. Con un cerebro que tiene como manía el dibujar monstruos en cada ser amado. Digo monstruos por no decir miedos. Con las manos cosidas por la inseguridad. Con la certeza de quien lo ha dado todo y se ha quedado con lo único que nadie le puede robar; la desnudez de las grietas que con puntos sin anestesia ella misma tuvo que coser. Con gritos entre vértebras. Y lágrimas entre costillas. Un esternón que está cansado de la hiper-ventilación de unos pulmones que quedaron más secos y vacíos que los mismos surcos de Marte. Porque todo líquido fue expulsado por la verde pupila que terminó por evaporarse a falta de algo (o alguien) a quien observar.
Si total, ya he estallado a corazón abierto. He llorado sin taparme la cara. Cada grito que he pegado ahora suena a cristales rotos por dentro. Le he llorado a esos miedos. A esos monstruos. Que con unas de sus mejores caras consiguen la calma para luego engañarme. Y romperme. En mil pedazos. Otra vez. Y con la inseguridad cosida a mis manos, me abrazo. Y aprieto tan fuerte que escucho crujir a ese esternón destruido, a esas costillas ahogadas. Y me oigo a mí misma, desgarrándome la voz desde el ventrículo izquierdo, diciendo que quiero salir.
Los abro. Los ojos. Despacio. Me sirvo una pequeña dosis de lo poco que me queda dentro. Con dos hielos y limón. Y hierbabuena. Y brindo por todo lo malo que sé que me queda por sufrir. Porque por lo bueno ya brindaré. Con ginebra del malo, pero a grandes escalas. Y sin ganas, sin ropa y con resaca emocional me vuelvo a mi ventrículo, a esconderme de mi cerebro y sus pinturas tan brillantes y tan impactantes. Por no decir aterradoras. Tiro todo de nuevo por la pupila y le devuelvo a mis ojos, el estruendo de la tormenta. Tormenta que no quiere abandonar.