Qué más dan los kilómetros que separan nuestros hombros si ahí estás. Si ahí está tu clavícula para sacudirse conmigo entre risas y para darme cobijo y recoger mis lágrimas cuando me desborde el llanto. Qué importan las jodidas paradas de tren que hay entre tú y yo si de vez en cuando, con chocolate (y caldo de caracoles) empezamos a hablar. A soñar quiero decir. A planear y a desvirgar los secretos más profundos que solo nuestros oídos saben. Y que nuestras bocas nunca dicen.
Hay sonrisas que sacan sonrisas. Y luego está la tuya que como el caballo de Troya, hace que arda cualquier ser humano que la vea. Que arda en felicidad. Porque por muy puta que sea la vida (o las personas que hay en ella) cuando curvas los labios, lo es mucho menos. Qué más da el sabor amargo del caramelo quemado en los labios, putrefacción en las venas, ardores de estómago o algún orgasmo sin sentido, si luego me haces una buena torre de tortitas con nata y sirope que quita hasta la más jodida de las penas.
Vaya con tu incondicionalidad. Qué hija de puta. Que no me deja respirar. Que no me deja decir ni una sola mala palabra sobre ti. Y así me va, queriéndote a rabiar y con un puñado de palabras halagadoras hacia esta diecisieteañera novata que no me abandona ni para ir a comprar el pan. Que está ahí, día tras día, año tras año. Tres años van ya. Tres años que hemos vivido separadas y míranos. Que nos volvemos a ver y es como si el tiempo no hubiera pasado. Como si el granito de arena del reloj se hubiera quedado congelado. Y no cae hasta que corres por la estación para darme un abrazo.
Feliz cumpleaños mi chica. Mi hermana.
Sigue creciendo tan fuerte, honorable, preciosa, honesta y fascinante como hasta ahora.
Te amo.