Rota. Desganada. Desdeñada. Tibia. Fría. Apática. Indolente. Seca. Inhóspita. Mustia. Sollozante. Extinguida.
Llena de ruido. Ruido que la desenamoraba de la vida. Doblando su cuerpo en dos. Rodeándose con sus brazos. Creyendo que podría partirse por la mitad si lo deseaba un poco más alto. Un poco más fuerte. Como el pinchazo en su pecho. Del ayer. Ayer que cogía polvo, que unía letras y palabras que cada vez tenían menos coherencia.
Enjaulada. Dibujando cinco señales por cinco días. Viendo como las manecillas del reloj seguían moviéndose pero cómo el tiempo se había paralizado. Reloj de arena congelado. Y ella colgando en medio metida en la cama sin ver el sol. Desajustando reglas, perdiendo esperanzas y ganando pesadillas y temores. Esperando que el ruido la hiciese levantarse, espera. La hiciera resurgirse, cree. La hiciese despejarse de aquellas cenizas que ya no eran de ave fénix. Ni de ningún ave. Porque ella ya no sabía volar. Solo sabía echarle cara a los torrentes en contracorriente. Coger su par de remos y tirar hacia delante, aun sin avanzar.
Solo quería releerle la mirada. Una lectura rápida aunque fuese. Pero encontrar música fuera de esa jaula. Un sonido que se colase entre sus poros y poquito a poco le fuese pegando el corazón. Pedazo a pedazo. Ventrículo a aorta. Y dejarse acariciar por la libertad, con la que había soñado tantas veces. Demasiadas. Sabiendo así que podría confiar en ella. En él. Que volvía. Para hacerla feliz, libre. Para hacerla brillar, respirar, volar.
Acariciándole puntos de su vida que ni ella misma conocía.