17.10.14

Tormenta.

Y mis párpados comienzan a abrirse despacio. Como si tuvieran miedo de lo que se extiende ante ellos. Me observo por dentro. No es un infierno cualquiera. Soy yo. Todo oscuro, espeluznante y húmedo. Cada rincón me mira entre gotas de lluvia. La niebla recorre mis costillas adentrándose en los alvéolos. Sin respirar. Destruyendo. Destruyéndome. Las ganas se tiran por el precipicio del esternón, queriendo ser las primeras que llegan a las caderas. Sin conseguirlo.

Según la Real Academia de mi propia lengua, la vida es aquello que los imbéciles dejan esfumar mientras se preocupan de satisfacer. No satisfacerse, si no satisfacer a los demás. Me desenredo los sueños y dejo los recuerdos bien doblados debajo de la almohada. Y las ganas suicidas se quedan a los pies de la cama. Me preparo el desayuno. Me desayuno. A mí misma. A ver si hay algún milagro de salir a flote. Mientras me doy un baño de agua fría. Entre cubitos de hielo que congelan las antiguas promesas y las desechan por el desagüe. 

De puntillas salgo al mundo. Ajena a todo y a todos. Evitando no dejar huellas, ni dactilares ni sentimentales. No vaya a ser que hagan algún rasguño innecesario. Y el silencio acompaña a los tacones rotos, al pintalabios corrido. Y a los gritos ahogados en la mano izquierda. 

Yo, que soy la musa barata de algún poeta borracho que no quiere ninguna musa, me mojo en esa niebla que no me deja ni inhalar ni exhalar, preguntándome por qué hasta ahora la salida de emergencia no me había resultado tan tentadora.